lunes, 5 de abril de 2010
El obispo de Segorbe-Castellón recuerda que la Resurrección de Cristo es "el fundamento de nuestra fe"
El obispo de Segorbe-Castellón titula su carta dominical "¡Cristo vive! ¡Ha resucitado!". En ella, monseñor Casimiro López Llorente recuerda que "La Resurrección gloriosa del Señor es la clave para interpretar toda su vida y el fundamento de nuestra fe".
Redacción Local - 04-04-10
Cristo vive! ¡Ha resucitado!
Queridos Diocesanos:
“Este es el Día en que actuó el Señor”. Así canta gozosa la Iglesia en la Pascua de Resurrección. Es un día de triunfo y de gloria, el Día que hizo el Señor, el Día por antonomasia de los cristianos, “la fiesta de las fiestas”, porque es el Señor ha resucitado.
¡Cristo vive! Esta es la gran verdad que llena de contenido nuestra fe. Jesús, que murió en la cruz, ha resucitado. Ha triunfado de la muerte, del poder de las tinieblas, del dolor y de la angustia. Jesús no es una figura que pasó, que existió en un tiempo y que se fue, dejándonos un recuerdo y un ejemplo maravillosos. No: Cristo vive. Jesús es el Emmanuel; Dios con nosotros. Su Resurrección nos revela que Dios no abandona a los suyos.
La Resurrección gloriosa del Señor es la clave para interpretar toda su vida, y el fundamento de nuestra fe. Sin esa victoria sobre la muerte, dice San Pablo, toda predicación sería inútil, y nuestra fe estaría vacía de contenido. La Resurrección de Cristo es tan importante que los Apóstoles son, ante todo, testigos de la Resurrección. Anuncian que Cristo vive, y este es el núcleo de toda su predicación. Esto es lo que, después de veinte siglos, nosotros anunciamos al mundo: ¡Cristo vive!
Después de resucitar por su propia virtud, Jesús glorioso fue visto por los discípulos, que pudieron cerciorarse de que era Él mismo: pudieron hablar con Él, le vieron comer, comprobaron las heridas de los clavos y de la lanza. Los Apóstoles declaran que se manifestó con numerosas pruebas, y muchos de estos hombres murieron testificando esta verdad. La Resurrección de Jesús, no tuvo otro testigo que el silencio de la noche pascual. Ninguno de los evangelistas describe la Resurrección misma, sino solamente lo que pasó después. El hecho de la Resurrección misma no fue visto por nadie, ni pudo serlo. La Resurrección fue un acontecimiento que sobrepasa las dimensiones del tiempo y del espacio. No se puede constatar por los sentidos de nuestro cuerpo mortal, ya que no fue un simple levantarse de la tumba para seguir viviendo como antes. La Resurrección es el paso a otra forma de vida, a la Vida gloriosa.
Jesús, al resucitar de entre los muertos, no ascendió inmediatamente al cielo. Si lo hubiera hecho, los escépticos que no creían en la Resurrección, hubieran resultado más difíciles de convencer. El Señor decidió permanecer cuarenta días en la tierra. Durante este tiempo se apareció a María Magdalena, a los discípulos camino de Emaús y, varias veces, a sus Apóstoles. El Señor ha resucitado de entre los muertos, como lo había dicho.
Con la Muerte y la Resurrección del Señor hemos sido rescatados del pecado, del poder del demonio y de la muerte eterna. La alegría profunda de este día tiene su origen en Cristo, en el amor que Dios nos tiene y en nuestra correspondencia con ese amor. Se cumple aquella promesa del Señor: Yo les daré una alegría que nadie les podrá quitar. La única condición que nos pone es no separarnos nunca del Padre, no dejar nunca que las cosas nos separen de Él; experimentar en todo momento que somos hijos suyos. Feliz Pascua de Resurrección.
Con mi afecto y bendición,
Casimiro López Llorente
Sermón de la Soledad |
Escrito por Jesús de las Heras Muela - Catedral de Sigüenza, Viernes Santo 2010 | |
viernes, 02 de abril de 2010 | |
Fue y es la página más trágica y más hermosa. Fue y es la página más dolorosa y más injusta, aunque solo por ella nos vino y nos viene la Justicia de Dios. Fue la crónica de una muerte anunciada. De una muerte que no se acababa en el sepulcro, que se abría indefectible y misteriosamente, ya para siempre, a la aurora del tercer día, al alba sin ocaso de la resurrección. Y en esta página, en esta escena –la más honda y decisiva que jamás se haya escrito sobre cielos y tierras- estuvo también María, el orgullo de nuestra raza, la Madre del Ajusticiado y nuestra Madre: “Estaba la Dolorosa junto al leño de la Cruz. ¡Qué alta palabra de Luz! ¡Qué manera tan graciosa de enseñarnos la preciosa lección del callar doliente! Tronaba el cielo rugiente. La tierra se estremecía. Bramaba el agua... María Y ahora, horas después de aquella escena que oscureció la tarde y alumbró para siempre la historia de la nueva humanidad, ahí la tenéis, a Ella, a María, la Madre del Ajusticiado, la Dolorosa, la Virgen de la Soledad, Nuestra Señora de la Esperanza. Ahí la tenéis, hermanos. En su Soledad. Soledad de Soledades. Reina de Reina de Soledad y de Soledades. Contempladla. Contemplad a su Hijo muerto y yacente. Sus cicatrices y heridas son han curado: “¡Cuerpo llagado de amores, Miradla, amadla, imitadla. Es una patética figura de silencio. De silencio sonoro y transfigurado. Vestido de adoración. Nunca el silencio fue tan elocuente. Nunca el silencio significó tanto como en aquella noche, como en esta noche. Es silencio de amor. Es abandono, despojo, disponibilidad, entrega hasta el extremo. Es fortaleza en la debilidad mayor. Es fidelidad. Es plenitud. Es fecundidad: nunca fue María tan madre como entonces. Es elegancia. Es serenidad dolorida. Es paz, es amor. En soledad sonora, dolorosa y plena, nunca una criatura vivió un momento con tanta intensidad existencial como María en aquella tarde de dolores sin fin en el Calvario. Allí mantuvo el “fiat” de la Anunciación, en tono sostenido y agudo. Aunque se le hiciera un nudo la garganta. Aunque su corazón se secara. Aunque fuera un mar de lágrimas su rostro claro, límpido y sereno. Porque allí, en el Calvario, María volvió a decir “sí”. El “fiat” se avala y se confirma con el “stabat”. El “sí” es más “sí” estando, permaneciendo al pie de la cruz. Mirad la Virgen que sola está, cantamos. Su Soledad es holocausto perfecto a imitación del de su Hijo. Es oblación total. Es corredención. Mirad la Virgen que sola está… Y en aquella soledad, en esta soledad, María adquiere una altura espiritual vertiginosa y definitiva. Nunca fue su sí tan pobre ni tan rico, tan doloroso ni tan fecundo. Nunca tan sola y tan acompañada. Es la Soledad. Es la Piedad. Es la Esperanza. Parecía una pálida sombra. Pero al mismo tiempo ofrecía la estampa más genuina de la Reina. En aquella noche, en esta noche, levantó su altar en la cumbre más alta de la historia y del mundo. Y el dolor y la paz, envueltos en silencio, se fundieron, aleteando ya para siempre la certeza y la esperanza que es y significa una existencia solo para Dios y a favor de los demás. Mirad, sí, a María. Que vuestra mirada, hermanos, sea una plegaria. Una plegaria como esta: Virgen Santísima, Señora Nuestra de la Soledad: míranos Tú también a nosotros y muéstranos a Jesús, fruto bendito de tu vientre. Muéstranos sus clavos y sus heridas. Muéstranos su corazón traspasado por la lanza. Muéstranos su amor. Y muéstranos también a nuestros hermanos heridos por la droga, por el alcoholismo, por el paro, por la pobreza, por la ancianidad, por la enfermedad, por los fenómenos migratorios. Muéstranos a nuestros pequeños hermanos ya engendrados y aun no nacidos, a quienes el hedonismo, el materialismo, el secularismo, el relativismo y las leyes injustas no han permitido nacer y los han condenado a la más miserable de las muertes, sin defensa y sin justicia algunas. Virgen Santísima, Señora Nuestra de la Soledad, vuelve nuestra mirada a nuestra historia de fe. Ayúdanos a ser fieles a ella. Somos lo que somos gracia a la herencia cristiana que puebla por doquier en nuestras ciudades y rincones. Somos lo que somos porque la fe cristiana ha irrigado las venas de nuestro corazón y las entretelas de nuestra alma. Aparta de nosotros las plagas de la apostasía silenciosa, del cristianismo a la carta, de la fe acomodaticia y sin compromisos, de un vago catolicismo de boquilla, solo para cuando nos interesa. Ahuyenta de nosotros los espectros y la sombra de la secularización y de la comodidad aburguesada, atenazante y mortecina en el seno mismo de la Iglesia, de sus ministros y de sus consagrados Aleja de nosotros la tentación de un imposible Cristo sin su Iglesia. Tú, que eres testigo privilegiado de que Dios existe y es amor, ayúdanos a vivir en su santo nombre y en su santa ley. Dios no solo no nos estorba, sino que sin El nada somos y nada podemos, aunque nos creamos vana y estérilmente perfectos. Haznos entender que ni Dios ni su Iglesia son nuestros enemigos sino nuestros mejores y más incondicionales amigos y amigos para siempre. Reaviva, sí, Virgen Santísima Señora Nuestra de la Soledad, nuestras raíces cristianas. Y que nunca tengamos miedo a proclamarnos como tales, como cristianos con todas sus consecuencias, defendiendo y promoviendo sus signos y símbolos como el de la Santa Cruz. Que nada ni nadie, María, nos quite la cruz de nuestros caminos y de nuestros espacios. Ni de nuestros corazones. Tú Hijo es la Cruz. Y su cruz adoramos y glorificamos porque por el madero, por la cruz, ha venido la alegría al mundo entero. Virgen Santísima, Señora Nuestra de la Soledad: “yo fui, pecando, quien, Madre, trocó en tristeza vuestra alegría. Mis culpas fueron, vil pecador, las que amargaron tu corazón”. Ayúdanos, María de la Soledad, de la Soledad de Soledades, a ser más humildes, más sencillos, más misericordiosos. A pensar un poco menos y solo en nosotros mismos y a abrirnos a los demás, a su llanto y a su espera, a su gozo y a su sombra. Haznos personas de palabra y, sobre todo, de escucha. Ayúdanos a buscar la paz, la concordia, el entendimiento, la reconciliación. Qué no perdamos, María, la conciencia de que el pecado existe y de que todos somos pecadores. Y de que todos podemos y debemos purificar y reconciliar con Dios nuestros pecados a través del Sacramento del Perdón, a través de la Iglesia y mediante la Confesión, sacramentos ambos de la alegría y de la vida nueva. Virgen Santísima, Señora Nuestra de la Soledad: “No llores, Madre, no llores más. Que yo tu llanto quiero enjugar. Sufro contigo, triste penar. Perdón, oh Madre. ¡Os quiero amar!”. María de la Caridad y de la Solidaridad, haznos instrumentos visibles del Dios que es amor. Haznos testigos del Evangelio a través de las obras, el lenguaje que más y mejor reconoce y aprecia nuestro mundo. Llénanos de caridad. Haznos solícitos con los demás. Que enjuguemos no solo tu llanto, sino también el llanto de la humanidad herida. El llanto de las víctimas de todos los terrorismos y fanatismos; el llanto de los más damnificados por la crisis económica; el llanto de tantas mujeres viudas y solas como Tú; el llanto de madres que, como Tú, lloran al hijo perdido, al hijo alejado. El llanto de las mujeres maltratadas, el llanto de las mujeres explotadas laboral o sexualmente. Que enjuguemos el llanto, María, de nuestro entorno rural, atardecido y arrugado; el llanto de nuestra querida ciudad, en inciertas e inquietantes horas; el llanto de nuestra patria y de nuestro mundo, tantas veces, aun sin querer saberlo, a la deriva. Que enjuguemos el llanto de nuestra Iglesia, estas semanas apesadumbrada por pretéritos e inadmisibles errores de algunos -muy escasos- de sus ministros y zaherida por una virulenta campaña contra el Papa y contra el sacerdocio ministerial. Que, mediante un mayor y renovada vitalidad y compromiso de vida cristiana y eclesial, enjuguemos el llanto de nuestra hiriente crisis vocacional, de nuestras tan grandes dificultades en la pastoral juvenil y familiar. Ruega, sí, María, por las vocaciones, por los jóvenes, por las familias. Por los jóvenes sin rumbo, fascinados y engañados por los falsos dioses a los que adora nuestro mundo; por las familias, singularmente por las familias rotas y desestructuradas. Que esta sea, hermanos, nuestra oración ferviente de esta noche, de mañana y de siempre. Que esta sea la brújula y el compás del paso que acompañe nuestro caminar esta noche. Que esta sea nuestra mirada a la Virgen de la Soledad para acompañarla, para amarla y para aprender de Ella en la escuela del Calvario y en la cátedra abierta, en el libro abierto de su corazón roto y cautivo de amor. Y luego, hermanos, volved a caminar. Transformados. Alentados. Transfigurados. Como Ella. Mirad y descubrid entre sus lágrimas la certeza de la resurrección, mientras sigue y sufre sola, “con hondo dolor, pues ha muerto el Hijo que era su amor. Cual tierna rosa sobre el rosal. Troncó su vida fiero puñal”. “Mirad la Virgen, que sola está, triste y llorando su soledad”. Silencio, hermanos, Dios habla en el silencio y en la soledad de María. Dios no es el que siempre calla. Está hablándonos a través de María. ¿No lo escucháis? Nos está pidiendo a través de Ella un “sí”, ahora en el Calvario, ahora el pie de la cruz. Y ojalá que como María, Reina de Reina de Soledades, nuestra respuesta sea: ¡He aquí, la esclava del Señor. Hágase en mí según tu Palabra”. “No llores, Madre, no llores más. Que yo tu llanto quiero enjugar. Sufro contigo, triste penar. Perdón, oh Madre. Os quiero amar”. Amén Jesús de las Heras Muela Catedral de Sigüenza, Viernes Santo 2010 http://revistaecclesia.com/index.php?option=com_content&task=view&id=16790&Itemid=66 |
Homilía de Benedicto XVI en la Vigilia Pascual 2010 |
Escrito por Ecclesia Digital | ||||||||||
domingo, 04 de abril de 2010 | ||||||||||
VIGILIA PASCUAL EN HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI Basílica Vaticana Sábado Santo 3 de abril de 2010 Queridos hermanos y hermanas Una antigua leyenda judía tomada del libro apócrifo «La vida de Adán y Eva» cuenta que Adán, en la enfermedad que le llevaría a la muerte, mandó a su hijo Set, junto con Eva, a la región del Paraíso para traer el aceite de la misericordia, de modo que le ungiesen con él y sanara. Después de tantas oraciones y llanto de los dos en busca del árbol de la vida, se les apareció el arcángel Miguel para decirles que no conseguirían el óleo del árbol de la misericordia, y que Adán tendría que morir. Algunos lectores cristianos han añadido posteriormente a esta comunicación del arcángel una palabra de consuelo. El arcángel habría dicho que, después de 5.500 años, vendría el Rey bondadoso, Cristo, el Hijo de Dios, y ungiría con el óleo de su misericordia a todos los que creyeran en él: «El óleo de la misericordia se dará de eternidad en eternidad a cuantos renaciesen por el agua y el Espíritu Santo. Entonces, el Hijo de Dios, rico en amor, Cristo, descenderá en las profundidades de la tierra y llevará a tu padre al Paraíso, junto al árbol de la misericordia». En esta leyenda puede verse toda la aflicción del hombre ante el destino de enfermedad, dolor y muerte que se le ha impuesto. Se pone en evidencia la resistencia que el hombre opone a la muerte. En alguna parte –han pensado repetidamente los hombres– deberá haber una hierba medicinal contra la muerte. Antes o después, se deberá poder encontrar una medicina, no sólo contra esta o aquella enfermedad, sino contra la verdadera fatalidad, contra la muerte. En suma, debería existir la medicina de la inmortalidad. También hoy los hombres están buscando una sustancia curativa de este tipo. También la ciencia médica actual está tratando, si no de evitar propiamente la muerte, sí de eliminar el mayor número posible de sus causas, de posponerla cada vez más, de ofrecer una vida cada vez mejor y más longeva. Pero, reflexionemos un momento: ¿qué ocurriría realmente si se lograra, tal vez no evitar la muerte, pero sí retrasarla indefinidamente y alcanzar una edad de varios cientos de años? ¿Sería bueno esto? La humanidad envejecería de manera extraordinaria, y ya no habría espacio para la juventud. Se apagaría la capacidad de innovación y una vida interminable, en vez de un paraíso, sería más bien una condena. La verdadera hierba medicinal contra la muerte debería ser diversa. No debería llevar sólo a prolongar indefinidamente esta vida actual. Debería más bien transformar nuestra vida desde dentro. Crear en nosotros una vida nueva, verdaderamente capaz de eternidad, transformarnos de tal manera que no se acabara con la muerte, sino que comenzara en plenitud sólo con ella. Lo nuevo y emocionante del mensaje cristiano, del Evangelio de Jesucristo era, y lo es aún, esto que se nos dice: sí, esta hierba medicinal contra la muerte, este fármaco de inmortalidad existe. Se ha encontrado. Es accesible. Esta medicina se nos da en el Bautismo. Una vida nueva comienza en nosotros, una vida nueva que madura en la fe y que no es truncada con la muerte de la antigua vida, sino que sólo entonces sale plenamente a la luz. Ante esto, algunos, tal vez muchos, responderán: ciertamente oigo el mensaje, sólo que me falta la fe. Y también quien desea creer preguntará: ¿Es realmente así? ¿Cómo nos lo podemos imaginar? ¿Cómo se desarrolla esta transformación de la vieja vida, de modo que se forme en ella la vida nueva que no conoce la muerte? Una vez más, un antiguo escrito judío puede ayudarnos a hacernos una idea de ese proceso misterioso que comienza en nosotros con el Bautismo. En él, se cuenta cómo el antepasado Henoc fue arrebatado por Dios hasta su trono. Pero él se asustó ante las gloriosas potestades angélicas y, en su debilidad humana, no pudo contemplar el rostro de Dios. «Entonces – prosigue el libro de Henoc – Dios dijo a Miguel: “Toma a Henoc y quítale sus ropas terrenas. Úngelo con óleo suave y revístelo con vestiduras de gloria”. Y Miguel quitó mis vestidos, me ungió con óleo suave, y este óleo era más que una luz radiante... Su esplendor se parecía a los rayos del sol. Cuando me miré, me di cuenta de que era como uno de los seres gloriosos» (Ph. Rech, Inbild des Kosmos, II 524). Precisamente esto, el ser revestido con los nuevos indumentos de Dios, es lo que sucede en el Bautismo; así nos dice la fe cristiana. Naturalmente, este cambio de vestidura es un proceso que dura toda la vida. Lo que ocurre en el Bautismo es el comienzo de un camino que abarca toda nuestra existencia, que nos hace capaces de eternidad, de manera que con el vestido de luz de Cristo podamos comparecer en presencia de Dios y vivir por siempre con él. En el rito del Bautismo hay dos elementos en los que se expresa este acontecimiento, y en los que se pone también de manifiesto su necesidad para el transcurso de nuestra vida. Ante todo, tenemos el rito de las renuncias y promesas. En En En En el curso de los siglos, los símbolos se han ido haciendo más escasos, pero lo que acontece esencialmente en el Bautismo ha permanecido igual. No es solamente un lavacro, y menos aún una acogida un tanto compleja en una nueva asociación. Es muerte y resurrección, renacimiento a la vida nueva. Sí, la hierba medicinal contra la muerte existe. Cristo es el árbol de la vida hecho de nuevo accesible. Si nos atenemos a Él, entonces estamos en la vida. Por eso cantaremos en esta noche de la resurrección, de todo corazón, el aleluya, el canto de la alegría que no precisa palabras. Por eso, Pablo puede decir a los Filipenses: «Estad siempre alegres en el Señor; os lo repito: estad alegres» (Flp 4,4). No se puede ordenar la alegría. Sólo se la puede dar. El Señor resucitado nos da la alegría: la verdadera vida. Estamos ya cobijados para siempre en el amor de Aquel a quien ha sido dado todo poder en el cielo y sobre la tierra (cf. Mt 28,18). Por eso pedimos, seguros de ser escuchados, con la oración sobre las ofrendas que © Copyright 2010 - Libreria Editrice Vaticana
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domingo, 4 de abril de 2010
¡Cristo vive! ¡Ha resucitado! |
Queridos Diocesanos: "Este es el Día en que actuó el Señor". Así canta gozosa la Iglesia en la Pascua de Resurrección. Es un día de triunfo y de gloria, el Día que hizo el Señor, el Día por antonomasia de los cristianos, "la fiesta de las fiestas", porque es el Señor ha resucitado. ¡Cristo vive! Esta es la gran verdad que llena de contenido nuestra fe. Jesús, que murió en la cruz, ha resucitado. Ha triunfado de la muerte, del poder de las tinieblas, del dolor y de la angustia. Jesús no es una figura que pasó, que existió en un tiempo y que se fue, dejándonos un recuerdo y un ejemplo maravillosos. No: Cristo vive. Jesús es el Emmanuel; Dios con nosotros. Su Resurrección nos revela que Dios no abandona a los suyos.
La Resurrección gloriosa del Señor es la clave para interpretar toda su vida, y el fundamento de nuestra fe. Sin esa victoria sobre la muerte, dice San Pablo, toda predicación sería inútil, y nuestra fe estaría vacía de contenido. La Resurrección de Cristo es tan importante que los Apóstoles son, ante todo, testigos de la Resurrección. Anuncian que Cristo vive, y este es el núcleo de toda su predicación. Esto es lo que, después de veinte siglos, nosotros anunciamos al mundo: ¡Cristo vive! Después de resucitar por su propia virtud, Jesús glorioso fue visto por los discípulos, que pudieron cerciorarse de que era Él mismo: pudieron hablar con Él, le vieron comer, comprobaron las heridas de los clavos y de la lanza. Los Apóstoles declaran que se manifestó con numerosas pruebas, y muchos de estos hombres murieron testificando esta verdad. La Resurrección de Jesús, no tuvo otro testigo que el silencio de la noche pascual. Ninguno de los evangelistas describe la Resurrección misma, sino solamente lo que pasó después. El hecho de la Resurrección misma no fue visto por nadie, ni pudo serlo. La Resurrección fue un acontecimiento que sobrepasa las dimensiones del tiempo y del espacio. No se puede constatar por los sentidos de nuestro cuerpo mortal, ya que no fue un simple levantarse de la tumba para seguir viviendo como antes. La Resurrección es el paso a otra forma de vida, a la Vida gloriosa. Jesús, al resucitar de entre los muertos, no ascendió inmediatamente al cielo. Si lo hubiera hecho, los escépticos que no creían en la Resurrección, hubieran resultado más difíciles de convencer. El Señor decidió permanecer cuarenta días en la tierra. Durante este tiempo se apareció a María Magdalena, a los discípulos camino de Emaús y, varias veces, a sus Apóstoles. El Señor ha resucitado de entre los muertos, como lo había dicho. Con la Muerte y la Resurrección del Señor hemos sido rescatados del pecado, del poder del demonio y de la muerte eterna. La alegría profunda de este día tiene su origen en Cristo, en el amor que Dios nos tiene y en nuestra correspondencia con ese amor. Se cumple aquella promesa del Señor: Yo les daré una alegría que nadie les podrá quitar. La única condición que nos pone es no separarnos nunca del Padre, no dejar nunca que las cosas nos separen de Él; experimentar en todo momento que somos hijos suyos. Feliz Pascua de Resurrección. Con mi afecto y bendición, + Casimiro López Llorente |
feliz día de resurrección
Anécdota de Delibes para resucitar |
Escrito por Antonio Gil Moreno | |||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||
sábado, 03 de abril de 2010 | |||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||
Un gran poeta, Miguel de Santiago, nos ofrece estos versos para la mañana del Domingo de Resurrección: "Alégrense los campos / regados por el sol / de primavera. Alégrense los trigos / fecundados por vientos / suaves de mayo. Alégrense / las amapolas rojas / de vida en melodías / de plenitud". La anécdota nos revela a todos una honestidad intachable, una coherencia vital entre la persona y la obra, entre los principios éticos del hombre y su reflejo en cada una de sus creaciones, que no es tan habitual en el terreno de la creación. Su postura ante la vida nos habla de un corazón noble, de una inteligencia con principios, de una conciencia bien repleta de valores, entre los que destaca, sin duda, el de la justicia. Hoy, Domingo de Resurrección, es un buen día para resucitar zonas muertas de la vida, recuerdos entrañables, consejos que nos empujaron el alma, personas que nos alentaron con su testimonio, sueños que el tiempo o las derrotas esfumaron. Miguel Delibes se nos descubre en esta anécdota como un hombre recto, un hombre de bien, que no inclina la balanza a su favor, por el solo argumento del favoritismo, sino que abre el abanico de posibilidades a todos los que participan en la lucha. Eso se llama jugar limpio. No está bien hacer trampas cuando están en juego vidas, ilusiones, esfuerzos, entregas generosas. Este modo de pensar y de actuar del escritor, estoy seguro, fascinará a muchísimas personas, a todos los que luchan por una sociedad justa y por unas instituciones limpias en su proceder.
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